jueves, 29 de septiembre de 2011

El Islam y la espada


EL ISLAM Y LA ESPADA




Es extraño encontrar personas con el corazón lleno de odio, acusando al Profeta Muhammad (la paz sea con él) de violencia y crueldad, o que haya propagado la religión del Islam con la espada.

Pero la verdad fue dicha por grandes hombres del conocimiento, de la ciencia y de la sabiduría. Ellos respondieron y rechazaron estas falsas acusaciones.


Primera respuesta: académico Louis Sédillot.

Uno de los más eminentes defensores del Profeta, un hombre que demostró la falsedad de estas acusaciones, es el historiador francés Louis Sédillot. Él escribió: “Es como una distorsión de los hechos de la historia, cuando algunos escritores acusan al Profeta Muhammad (la paz sea con él) de crueldad. … Ellos olvidan que no escatimó esfuerzos para eliminar el deseo heredado de venganza entre los árabes, a pesar del hecho que la venganza estaba esparcida en arabia como la esgrima estaba en Europa. Ellos no leen las Aleyas del Corán por las cuales el Profeta rompió el horrible hábito de enterrar vivas a las niñas recién nacidas. Ellos nunca piensan en el perdón que concedió a sus peores enemigos luego de la conquista de La Meca. Tampoco consideran la misericordia que mostró hacia muchas tribus durante la guerra. … ¿Saben que nunca abusó de su poder para llenar el deseo de crueldad? Si alguno de sus compañeros cometía un error, él lo detenía y lo corregía. Es bien sabido que rechazó la opinión de su compañero cercano Omar Bin Al Khattab en cuanto a matar a los prisioneros de guerra. Cuando llegó el momento de castigar a Bani Quraydha, dejó la sentencia a Sad Bin Muath, quien solía ser el aliado de Bani Quraydha. También perdonó al asesino de Hamza, y nunca rechazó solicitudes de bondad y perdón.” (1)


Segunda respuesta: Dra. Karen Armstrong.

La investigadora Karen Armstrong escribió en la introducción de su libro “Muhammad: la biografía del Profeta”: “Es incorrecto suponer, como algunos dicen, que el Islam sostiene la violencia e intolerancia en su esencia. El hecho es que el Islam es una religión global, y no es, para nada, caracterizada por atributos agresivos del Oriente contra el Occidente.” (2)

Algunos occidentales encontraron que estas acusaciones son causadas por antiguos resentimientos. Armstrong continua diciendo: “Nosotros, en el oeste, estamos en necesidad de liberarnos de algunos antiguos resentimientos. Y tal vez sería bueno comenzar con el Profeta Muhammad (la paz sea con él). Él fue un hombre muy compasivo. … Él fundó una religión y una tradición cultural que no se basó en la espada, a pesar del mito occidental, y cuyo nombre ‘Islam’ significa paz y reconciliación.” (3)


Tercera respuesta: Dyson.

El escritor alemán Dyson dice: “Es un error de uno mismo el creer lo que otros tratan de promover sobre el Islam, que su progreso y establecimiento se debe a la espada. La causa principal de la expansión del Islam se debe a esta hermandad religiosa, y a la nueva vida social que preparó y hacia la cual llamó. También se debe a la honorable vida llevada por el Profeta Muhammad (la paz sea con él) y a los califas posteriores a él. Sus vidas estaban llenas de virtud y sacrificio a un nivel que le dio al Islam un gran e insuperable poder.” (4)


Cuarta respuesta: Reinhart Dozy.

El erudito holandés Dozy clarifica y asegura que el Profeta Muhammad (la paz sea con él) no obligó a nadie a abrazar al Islam. Él dice pocas, pero decisivas palabras: “¡Nadie fue forzado!” (5)

No hay una sola prueba de que el Profeta Muhammad (la paz sea con él), ni siquiera por una vez, haya obligado a un ser humano a abrazar el Islam, ni siquiera con presión emocional. Entonces, ¡¿cómo es verdad que utilizó violencia y espadas?!


Quinta respuesta: Gustave Le Bon.

El gran historiador Gustave Le Bon argumenta: “El Islam no se propagó por la espada, sino sólo por la predicación. Sólo por eso fue aceptado por el pueblo que derrotó a los árabes recientemente, como turcos y mongoles. El Corán llegó a India, el lugar donde los árabes eran sólo transeúntes. Y no fue menos extendido en China, donde los árabes no conquistaron tierras.” (6)

Y agrega: “El poder no fue un factor en la propagación del Islam; eso se debe a que los árabes dejaron a los pueblos que vencieron libres para practicar su propia religión.” (7)


Sexta respuesta: Laura Veccia Vaglieri.

La escritora italiana Laura Veccia Vaglieri expresa: “El Islam no permite esgrimir una espada, excepto en legítima defensa; prohíbe totalmente la hostilidad. La Ley del Islam permite la batalla en defensa de la libertad de conciencia para establecer la paz y garantizar la seguridad y el orden.” (8)

Eso fue lo que ocurrió en varias batallas, como la batalla de Badr (Ramadán 17, año 2 d.H. o abril del año 624 d.C.); la batalla de Uhud (Shawal, año 3 d.H. o abril del año 624 d.C.), y en la batalla de Al Ahzab (Shawal, año 5 d.H. o marzo del año 627 d.C.). Todas ellas fueron batallas en defensa propia.

Otras batallas, como la batalla de Qaynuqa (sábado 15 de Shawal, año 2 d.H. o 9 de abril del año 624 d.C.), la batalla de Nadir (Rabi Awal, año 4 d.H. o agosto del año 625 d.C.), la batalla de Qurayza (Dhi Al Qida, año 5 d.H. o abril del año 627 d.C.), y la batalla de Khaybar (Muharram, año 7 d.H. o mayo del año 628 d.C.), fueron todas resultados de la traición, alianza en contra de los musulmanes, violación de acuerdos, e intentos de asesinar al Profeta (la paz sea con él).


Séptima respuesta: Thomas Carlyle.

Las palabras del académico Thomas Carlyle son suficientes para probar que el Profeta (la paz sea con él) no propagó el mensaje del Islam con la espada. Dijo: “Acusar a Muhammad (la paz sea con él) de confiar en la espada para que la gente responda a su predicación ¡es un sin sentido incomprensible!” (9)

Él explicó además: “Se ha dicho mucho de la propagación religiosa de Muhammad por la espada. … Si se toma esto como argumento de la veracidad o falsedad de una religión, hay un error radical en ello. La espada, sí, pero ¿dónde hallaremos nuestra espada? Cada nueva opinión, en su inicio, es precisamente una individualidad. Siendo uno solo el que tiene fe en ella entre todos los vivientes, siendo por lo tanto uno el que se opone a todos los demás. Poco conseguiría en empuñar una espada emprendiendo la propaganda. ¡Primero debe conseguir su espada! En general, una cosa se propagará por sí misma si puede. Tampoco desdeñó la espada la religión cristiana cuando la tuvo. Carlomagno no convirtió a los sajones por la predicación. Me importa muy poco la espada, permito que una cosa luche en este mundo con una espada, lengua o cualquier arma que tenga o pueda conseguir. Podemos dejar que predique, publique folletos y luche con todo el empuje que pueda; emplee pico y garras, aquello de que disponga; lo cierto es que a largo plazo sólo conquistará lo que merezca ser conquistado. Lo único a que puede vencer, es lo inferior a ella, lo superior nunca. En este gran duelo, la naturaleza misma es la jueza, y no puede equivocarse: lo que está más arraigado en la naturaleza, lo que llamamos más verdadero, eso y no otra cosa crecerá al final.” (10)

Al final del día, es una cuestión donde el fallo es sólo de Allah Todopoderoso, Quien envió a sus mensajeros. ¡Y qué justo y equitativo juicio será cuando viene de Él, el Creador!


El presente artículo fue inspirado en el documento de la página web: rasoulallah.net/v2/document.aspx?lang=es&doc=3038

Referencias:

1. Louis Sédillot, citado del libro “El Islam, entre la equidad y la ingratitud”, página 134.

2. Karen Armstrong, “Muhammad: biografía del Profeta”, página 19.

3. Karen Armstrong, “Muhammad: biografía del Profeta”, página 393.

4. Dyson, “Muhammad Bin Abdullah”, página 59.

5. Reinhart Dozy, “Suplemento a los diccionarios árabes”, Introducción del libro.

6. Gustave Le Bon, “Civilización árabe”, páginas 128 – 129.

7. Gustave Le Bon, “Civilización árabe”, página 127.

8. Laura Veccia Vaglieri, “Una interpretación del Islam”, páginas 11 – 12.

9. Véase Abbas Mahmud Al Aqqad, “Los hechos del Islam y la falsedad de sus opositores”, página 227.

10. Thomas Carlyle, “Los héroes”, página 76.



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miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Canibalismo Sagrado

El canibalismo sagrado

Extracto del libro “La Invasión,” de Amin Maalouf.


En la locura sanguinaria del 3 de junio de 1098, los cruzados han entrado en Antioquía a sangre y fuego. Hombres, mujeres y niños tratan de escapar por las callejuelas embarradas, pero los caballeros los alcanzan sin dificultad y los degüellan allí mismo. Poco a poco, los gritos de horror de los últimos supervivientes se van ahogando y en seguida se alzan en su lugar las voces desafinadas de algunos saqueadores cruzados ya borrachos. Se eleva el humo de las numerosas casas incendiadas. A mediodía, un velo de luto envuelve la ciudad. […]

En los primeros meses de 1098, los habitantes de Maarat han seguido con preocupación la batalla de Antioquía que se desarrollaba a tres días de marcha al noroeste de su ciudad. Posteriormente, tras su victoria, los cruzados han realizado razzias en unas cuantas aldeas vecinas y Maarat no ha sufrido daños, pero algunas de sus familias han preferido abandonarla para dirigirse a lugares más seguros. Alepo, Homs o Hama. Sus temores resultan justificados cuando, a finales de noviembre, miles de guerreros cruzados vienen a poner cerco a la ciudad. Algunos ciudadanos todavía logran huir, pero la mayoría quedan atrapados. Maarat no tiene ejército, sino una simple milicia urbana a la que se incorporan rápidamente algunos cientos de jóvenes sin experiencia militar. Durante dos semanas, resisten valerosamente a los temibles caballeros, llegando incluso a arrojar sobre los sitiadores desde lo alto de las murallas, colmenas repletas de abejas […]

Llega la noche del 11 de diciembre; está muy oscuro y los cruzados aún no se atreven a penetrar en la ciudad; los notables de Maarat se ponen en contacto con Bohemundo, el nuevo señor de Antioquía, que está a la cabeza de los asaltantes. El jefe cruzado promete a los habitantes perdonarles la vida si detienen la lucha y se retiran de ciertos edificios. Aferrándose desesperadamente a su palabra, las familias se agrupan en las casas y en los sótanos de la ciudad y esperan temblando durante toda la noche.

Al alba llegan los cruzados: es una carnicería. Durante tres días pasaron a la gente a cuchillo, matando a más de cien mil personas y cogiendo a muchos prisioneros. Está claro que las cifras de Ibn al-Atir son fantasiosas, pues la población de la ciudad en vísperas de su caída era probablemente inferior a diez mil habitantes. Pero el horror en este caso no reside tanto en el número de víctimas como en la suerte casi inconcebible que les estaba reservada.

En Maarat, los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados. Esta confesión del cronista franco Raúl de Caen no la leerán los habitantes de las ciudades próximas a Maarat, pero se acordarán mientras vivan de lo que han visto y oído. Pues el recuerdo de estas atrocidades, difundido por los poetas locales así como por la tradición oral, fijará en las mentes una imagen de los cruzados difícil de borrar. El cronista Usama Ibn Muniqidh, nacido tres años antes de estos acontecimientos en la vecina ciudad de Shayzar, había de escribir un día:

Cuantos se han informado sobre los cruzados han visto en ellos a alimañas, que tienen la superioridad del valor y del ardor en el combate, pero ninguna otra, lo mismo que los animales tienen la superioridad de la fuerza y de la agresión.

Un juicio claro y rotundo que resume perfectamente la impresión que causaron los cruzados al llegar a Siria: una mezcla de temor y desprecio, muy comprensible, por parte de una nación árabe muy superior en cultura, pero que ha perdido toda su combatividad. Los turcos no olvidarán jamás el canibalismo de los occidentales. A lo largo de toda su literatura épica, describirán invariablemente a los frany (cruzados) como antropófagos.

¿Es justa esta visión de los cruzados? ¿Se comieron los invasores occidentales a los habitantes de la ciudad mártir con el único fin de sobrevivir? Así lo afirmarán sus jefes al año siguiente en una carta oficial al Papa: Un hambre terrible asaltó al ejército en Maarat y lo puso en la cruel necesidad de alimentarse de los cadáveres de los sarracenos
Pero tales afirmaciones parecen hechas a la ligera, pues los habitantes de la región de Maarat asisten, durante este siniestro invierno, a comportamientos que no se explican sólo por el hambre. Ven, en efecto, bandas de cruzados fanatizados, los tafurs, que se diseminan por la campiña clamando a voz en cuello que quieren comer la carne de los sarracenos, y que se reúnen por la noche alrededor del fuego para devorar a sus presas. ¿Caníbales por necesidad? ¿Caníbales por fanatismo? Todo esto parece irreal, y sin embargo los testimonios son abrumadores, tanto por los hechos que describen como por la atmósfera mórbida que trasciende de ellos. Al respecto, sigue siendo de un horror sin par la frase del cronista franco Alberto de Aquisgrán, que participó personalmente en la batalla de Maarat: ¡A los nuestros no les repugnaba comerse no sólo a los turcos y a los sarracenos que habían matado, sino tampoco a los perros!

El suplicio de la ciudad de Abul-Ala no acabará hasta el 13 de enero de 1099, cuando cientos de cruzados armados con hachones recorren las callejuelas, prendiendo fuego a todas las casas una por una. Para entonces ya habían demolido las murallas piedra a piedra.

El episodio de Maarat va a contribuir a abrir entre los árabes y los occidentales un foso que no podrá cerrarse durante varios siglos. Por el momento, sin embargo, las poblaciones, paralizadas por el terror, no ofrecen ya resistencia, a menos que se vean obligadas a ello. Y, cuando los invasores, no dejando tras de sí más que ruinas humeantes, reanudan su marcha hacia el sur, los emires sirios se apresuran a enviarles emisarios cargados de regalos para dar fe de su buena voluntad, y proponerles cualquier ayuda que pudieran necesitar.

El primero es Sultán Ibn Muniqidh, tío del cronista Usama, que reina en el pequeño emirato de Shayzar. Los cruzados llegan a su territorio al día siguiente de su partida de Maarat. Llevan a la cabeza a Saint-Gilles, uno de sus jefes que con mayor frecuencia citan los cronistas árabes; como el emir le ha enviado una embajada, en seguida se llega a un acuerdo: Sultán se compromete no sólo a aprovisionar a los cruzados sino que, además, los autoriza a ir a comprar caballos al mercado de Shayzar y va a proporcionarles guías para permitirles cruzar sin tropiezos el resto de Siria.

En esa región están todos enterados del avance de los cruzados, ya se conoce su itinerario. ¿No proclaman acaso a voz en cuello que su objetivo último es Jerusalén, donde quieren tomar posesión de la tumba de Jesús? Cuantos se hallan en la ruta de la Ciudad Santa intentan precaverse contra el azote que representan. Los más pobres se ocultan en los bosques próximos, a pesar de que están poblados de fieras, leones, lobos, osos y hienas. Quienes disponen de medios emigran hacia el interior del país. Otros se refugian en la fortaleza más cercana. Esta última solución es la que han elegido dos campesinos de la fértil llanura del Bukaya cuando, durante la última semana de enero de 1099, les anuncian la presencia en las cercanías de tropas cruzadas. Reuniendo su ganado y sus reservas de aceite y de trigo, suben hacia Hosn-el-Akrad, “la alcazaba de los kurdos,” que, desde lo alto de un pico de difícil acceso, domina toda la llanura hasta el Mediterráneo. Aunque la fortaleza está abandonada desde hace mucho, tiene los muros sólidos y en ella esperan los campesinos estar al abrigo. Pero los cruzados, siempre escasos de provisiones, van a sitiarlos. El 28 de enero sus guerreros empiezan a escalar los muros de Hosn-el-Akrad. Viéndose perdidos, a los campesinos se les ocurre una estratagema. Abren súbitamente las puertas de la alcazaba y dejan escapar a una parte de sus rebaños. Olvidando el combate, todos los cruzados se abalanzan sobre los animales para apoderarse de ellos. Es tal el desorden en sus filas que los defensores, enardecidos, efectúan una salida y llegan hasta la tienda de Saint-Gilles, donde el jefe cruzado, abandonado por sus guardias, que también quieren su parte de ganado, se libra por poco de que lo capturen.

Nuestros campesinos están muy satisfechos de su hazaña, pero saben que los sitiadores van a regresar para vengarse. Al día siguiente, cuando Saint-Gilles lanza a sus hombres al asalto de las murallas, no se dejan ver. Los atacantes se preguntan qué nueva artimaña han ideado los campesinos; es la más sabia de todas: han aprovechado la noche para salir sin ruido y desaparecer a lo lejos. En el emplazamiento de Hosn-el-Akrad es donde, cuarenta años después, los cruzados construirán una de sus más temibles fortalezas. El nombre no cambiará mucho: “Akrad” se deformará en “Krat” y después en “Krac.” El “Krac de los caballeros,” con su imponente silueta, sigue dominando en el siglo XX la llanura del Bukaya.

En febrero de 1099, la alcazaba se convierte, por unos cuantos días, en el cuartel general de los cruzados. Se asiste en ella a un espectáculo desconcertante; de todas las ciudades vecinas, e incluso de algunas aldeas, llegan delegaciones, arrastrando tras de sí, mulos cargados de oro, de paños y de provisiones. La fragmentación política de Siria es tal que el menor villorrio se comporta como un emirato independiente. Todo el mundo sabe que sólo puede contar con sus propias fuerzas para defenderse y tratar con los invasores. Ningún príncipe, ningún cadí, ningún notable puede realizar el menor gesto de resistencia sin poner en peligro al resto de la comunidad. Así pues, se dejan a un lado los sentimientos patrióticos para ir, con sonrisa forzada, a presentar regalos y respetos. Besa el brazo que puedes romper y ruega a Dios que lo rompa Él, dice un proverbio local.

Esta sabiduría de la resignación es la que va a dictarle su conducta al emir Yanah ad-Dawla, señor de la ciudad de Homs. Este guerrero reputado por su bravura era, apenas siete meses antes, el más fiel aliado del ataber Karbuka. Ibn al-Atir especifica que Yanah ad-Dawla fue el último en huir de Antioquía. Sin embargo, ya no es momento de celo guerrero o religioso, y el emir se muestra especialmente solícito con Saint-Gilles, ofreciéndole, además de los regalos habituales, gran número de caballos, pues, especifican los embajadores de Homs en tono almibarado, Yanah ad-Dawla se ha enterado de que los caballeros estaban faltos de ellos.

De todas las delegaciones que desfilan por las inmensas estancias sin muebles de Hosn-el-Akrad, la más generosa es la de Trípoli. Mientras sacan una por una las espléndidas alhajas fabricadas por los artesanos judíos de la ciudad, sus embajadores dan a los cruzados la bienvenida en nombre del príncipe más respetado de la costa siria, el cadí Yalal el-Mulk. Éste pertenece a la familia de los Banu Ammar, que ha convertido Trípoli en la joya del oriente árabe. No se trata en absoluto de uno de esos innumerables clanes militares que han conseguido feudos mediante la sola fuerza de las armas, sino de una dinastía de personas cultas que tiene por fundados a un magistrado, un cadí, título que han conservado los soberanos de la ciudad.

Cuando se acercan los cruzados, Trípoli y su región viven, gracias a la sabiduría de los cadíes, un período de paz y de prosperidad que les envidian sus vecinos. El orgullo de los ciudadanos es su inmensa “Casa de la Cultura,” Dar-el-Ilm, que alberga una biblioteca de cien mil volúmenes, una de las más importantes de la época. La ciudad está rodeada de olivares, de campos de algarrobos, de caña de azúcar, de frutales de todas las clases que dan abundantes cosechas. El puerto tiene un tráfico animado.

Precisamente esta opulencia es lo que le va a proporcionar a la ciudad las primeras dificultades con los invasores. En el mensaje que ha hecho llegar a Hosn-el-Akrad, Yalal el-Mulk invita a Saint-Gille a enviar una delegación a Trípoli para negociar una alianza. Es un error imperdonable, ya que los emisarios cruzados se quedan maravillados ante los jardines, los palacios, el puerto y el zoco de los orfebres y dejan de escuchar las proposiciones del cadí. Ya se imaginan todo lo que podrían saquear si se apoderan de la ciudad. Y parece claro que, al volver junto a su jefe, hicieron cuanto pudieron para avivar su codicia. Yalal el-Mulk, que espera ingenuamente la respuesta de Saint-Gilles a su oferta de alianza, se queda un tanto sorprendido al enterarse de que los cruzados han puesto sitio, el 14 de febrero, a Arqa, segunda ciudad del principado de Trípoli. Evidentemente, está decepcionado pero sobre todo aterrado, convencido de que la operación dirigida por los invasores no es más que un primer paso hacia la conquista de su capital. ¿Cómo no pensar en la suerte de Antioquía? Yalal el-Mulk se ve ya en el lugar del desdichado Yaghi Siyan, cabalgando vergonzosamente camino de la muerte o del olvido. En Trípoli se acumulan reservas en previsión de un sitio prolongado. [...]

Cuenta Ibn al-Atir sobre la toma de Jerusalén por parte de los cruzados: "A la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo y los frany estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita al-Aqsa mataron a más de setenta mil personas. E Ibn al-Atir, que evita citar cifras incomprobables, puntualiza: "A los judíos los reunieron en su sinagoga y allí los quemaron vivos los frany [...].

Entre los monumenos saqueados por los invasores se encuentra la mezquita de Umar, erigida en memoria del segundo sucesor del Profeta, el califa Umar Ibn al-Jattab, que había tomado Jerusalén a los bizantinos en febrero de 638. Tras estos hechos, los árabes aprovecharán siempre que puedan la ocasión de evocar aquel acontecimiento con la intención de recalcar la diferencia entre su comportamiento y el de los cruzados. Aquel día, Umar había entrado montado en su célebre camello blanco, mientras el patriarca griego de la Ciudad Santa acudía a su encuentro. El califa había empezado por prometerle que se respetarían la vida y los bienes de todos los habitantes, antes de pedirle que lo acompañara a visitar los lugares sagrados del cristianismo. Mientras se hallaban en la iglesia de la Qyama, el Santo Sepulcro, como había llegado la hora de la oración, Umar le había preguntado a su anfitrión dónde podía extender su alfombra para prosternarse. El patriarca lo había invitado a permanecer donde estaba, pero el califa había contestado: "Si lo hago, los musulmanes querrán apropiarse mañana de este lugar diciendo: Umar ha orado aquí." Y, llevándose su alfombra, fue a arrodillarse afuera. Estuvo en lo cierto, pues en ese mismo lugar fue donde se construyó la mezquita que lleva su nombre. Los jefes cruzados, desgraciadamente, no son tan magnánimos. Celebran su triunfo con una matanza indescriptible y luego saquean salvajemente la ciudad que dicen venerar.

No se salvan ni sus propios correligionarios: una de las primeras medidas que toman los cruzados es la de expulsar de la Iglesia del Santo Sepulcro a todos los sacerdotes de los ritos orientales (griegos, georgianos, armenios, coptos y sirios), que oficiaban en ella conjuntamente en virtud de una antigua tradición que habían respetado hasta entonces todos los conquistadores. Estupefactos ante tanto fanatismo, los dignatarios de las comunidades cristianas orientales deciden resistir. Se niegan a revelar al ocupante el lugar en que han ocultado la supuesta "verdadera cruz en que murió Cristo." En estos hombres, la devoción religiosa por la reliquia va acompañada de orgullo patriótico. ¿Acaso no son los conciudadanos del Nazareno? Pero los invasores no se dejan impresionar en absoluto. Deteniendo a los sacerdotes que tienen la custodia de la cruz y sometiéndolos a tortura para arrebatarles el secreto, consiguen quitarles por la fuerza a los cristianos de la Ciudad Santa la más valiosa de sus reliquias. [...]

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La razón por la que me convertí en musulmán el 11 de septiembre de 2001

La razón por la que me convertí en Mulumán el 11 de septiembre de 2001

Autor: Hernán Guadalupe


Antes del 9/11 estuve buscando la “verdad,” es decir, la manera apropiada de adorar a Dios. Me crie en un hogar católico, serví como monaguillo, asistí a un colegio católico y estudié la Biblia durante gran parte de mi juventud. Siempre he creído en Dios, sin importar en qué etapa de mi vida estaba, fuera durante mi niñez en la escuela católica, mi breve experimentación con el cristianismo, mi búsqueda del conocimiento del budismo, hinduismo y otros “ismos”, o mis estudios del Darwinismo y la teoría de la evolución.

A través de mis días antes del 9/11, yo sentía que tenía suficiente experiencia en todos los credos e ideologías, y llegué a la conclusión de que había un Dios o un Ser Supremo, pero me preguntaba: “¿Cómo debo adorarlo? ¿Cómo hago sentido de todas las demás religiones que existen en el mundo? Este era mi estado de ánimo antes del 9/11. Hasta ese punto no había conocido el Islam. Me sorprende, ahora que pienso en mi juventud, que sí tuve amigos musulmanes como Hasan, Mahmud o Tamir, pero no sabía que eran musulmanes o qué era el Islam.

No fue hasta 1999 que comencé a aprender sobre el Islam y los musulmanes durante mis años de universidad en el Instituto de Tecnología Stevens en Nueva Jersey. Conocí a un musulmán llamado Ahmer Siddiqui, quien hasta este día es uno de mis mejores amigos. En el pasillo justo antes de que tuviéramos que entrar a tomar un examen de química, entré en pánico porque sentí que no estaba preparado y pensé: “¿Cómo me saldré de esta?” De repente le escuché a Ahmer decir que él sabía las respuestas del examen, así que le pedí que me ayudara aunque nunca antes nos habíamos conocido. No sólo tenía las respuestas del examen ese día, sino que también tendría las respuestas a la vida, también.

Yo me hice amigo de Ahmer y nos acercamos bastante ese semestre. Salíamos juntos con otros amigos y hablábamos sobre acontecimientos actuales, asuntos políticos, asuntos sociales, y por su puesto, sobre la religión. Como yo me crie en un ambiente católico, le retaba con preguntas sobre la trinidad, la creencia en Jesús como Dios y el hijo de Dios, la creencia en María, los signos del Día del Juicio y otros temas controversiales. Eran preguntas comunes que yo les había hecho a sacerdotes y pastores anteriormente sólo para darme cuenta que ellos no tenían respuestas claras. Más bien, sus respuestas aumentaban mi confusión y disminuían mi deseo de afiliarme a cualquier religión.

Sin embargo, las respuestas que me daba este muchacho de 18 años eran respuestas que nunca antes había escuchado. Las explicaciones sobre los temas a la mano eran unas que nunca había considerado o nunca se me habían presentado en esa manera. Por primera vez todo comenzó a tener sentido, y no sólo era fácil de aceptar mentalmente, sino también espiritualmente. Recuerdo una vez, a la edad de 15 o 16 años, mientras miraba hacia el cielo, con mi cara y camisa mojadas por las lágrimas que brotaban de mis ojos, haberle rogado a Dios que me guiara. Después de conocer a Ahmer y aprender sobre el Islam, sentí que había llegado la respuesta a mi súplica.

Durante la primavera del año 2000, mi relación con Ahmer se suspendió mientras me enfocaba en comprometerme a una fraternidad latina. Más tarde ese verano, me convertí en un tutor-asesor de un programa de la escuela secundaria en la universidad. Fue durante ese programa que conocí a dos niñas brillantes que eran diferentes a las demás. En lugar de ser escandalosas, groseras y vestidas a la moda de acuerdo a las normas sociales, ellas eran tranquilas, maduras y muy modestas en su vestimenta y carácter. Esta fue la primera vez que había conocido a mujeres que usaban el hiyab (velo islámico). Me sentí atraído a ellas, curioso por conocer por qué hacían lo que hacían. Lo chistoso es que no recuerdo haber aprendido sobre mujeres musulmanas en mis conversaciones con Ahmer, así que nunca supe cómo se veían o cómo se vestían. Pensándolo ahora, mientras escribo esto, me asombra cómo Dios puso gente en mi vida para exponerme al Islam poco a poco. Yo aprendí bastante de ellas, como sobre el concepto del hiyab, la modestia en el Islam, la historia del Corán y cómo nunca se ha cambiado desde ser revelado, y también cómo alguien se convierte al Islam diciendo las palabras de la declaración de fe conocidas como la “Shajada”.

Yo les agradecía por todo lo que me enseñaban, aunque técnicamente era yo el asistente de maestro y ellas mis estudiantes. Sin embargo, cuando se trataba del aprendizaje del Islam, yo era el humilde alumno. Mi admiración por el Islam creció más y más, pero no pensé en aceptarlo en esos momentos. El otoño y la primavera del 2000 llegaron y pasaron. Yo continuaba aprendiendo del Islam a través de conversaciones con Ahmer. Sin embargo, estaba envuelto en la vida universitaria y no deseaba dejar mis viejas costumbres a cambio de una vida dedicada a Dios. Estaba muy ocupado festejando, bailando, escuchando Hip-hop y rap, y vacilando con mis hermanos de la fraternidad.

Un acontecimiento que recuerdo, durante esos tiempos, fue que le pedí a Ahmer una copia del Corán antes de las vacaciones del verano. Ese verano, mientras trabajaba en la ciudad de Nueva York, lo llevaba conmigo dondequiera que fuera, en el metro y en el autobús. Leía lo más que podía cuando y donde pudiera. Recuerdo estar sentado al lado de un ingeniero en el autobús un día y sacar la copia del Corán. Él me preguntó: “¿Eres musulmán?” Yo le respondí amablemente: “No, pero estoy aprendiendo.” Él me contó que era musulmán y podría responder a cualquier pregunta que tuviera. A veces desearía volver a ver a ese hermano y poder decirle: “Ahora sí soy musulmán.” Estoy seguro que estaría contentísimo. Esa fue mi rutina durante todo el verano, leer el Corán en camino al trabajo en Nueva York.

Después de un tiempo me sentí agobiado con la información. Con cada versículo que leía me asustaba más. Entendía lo que el Islam deseaba de mí, pero no estaba preparado mentalmente o espiritualmente para adoptarlo de todo corazón. Decidí, después de eso, parar de leer el Corán y enfocarme en otros aspectos de mi vida.

Poco tiempo después, me encontré de nuevo en la universidad comenzando mi tercer año de estudios en el otoño del 2001. Para mí era lo mismo de siempre: reuniones para novatos, eventos sociales, fiestas, orientaciones, el jangueo y giras durante las primeras dos semanas de la escuela.

El 11 de septiembre de 2001, me desperté y me alisté para irme al laboratorio como a las 8 am. Camine al salón de química, únicamente para descubrir que habían cancelado la clase. Recuerdo haber estado contento porque tendría la oportunidad de ir a relajarme o a dormir un poco más. Caminé de vuelta a mi residencia universitaria y recuerdo haberle dado un vistazo al horizonte de la ciudad de Nueva York. Mi universidad está situada al otro lado del rio y el paisaje es una característica popular que Stevens les ofrece a sus estudiantes. Siempre era una hermosa vista y ese día no era diferente. El sol estaba resplandeciente, el cielo claro y la temperatura fenomenal, y la vista hacia la ciudad era impresionante, incluso para alguien que la había visto toda su vida.

Pasé a mi cuarto e inmediatamente recibí una llamada de una amiga que me ordenó poner las noticias. Sonaba asustada y cuando prendí la televisión, vi que los edificios que acababa de ver en el horizonte estaban en llamas. Corrí arriba al dormitorio de Ahmer de inmediato para avisarle de las noticias. Él estaba durmiendo y le interrumpí el sueño bruscamente con la devastadora información.

Encendimos el televisor y miramos atentamente mientras él se alistaba para poder ir afuera a ver lo que ocurría. Mientras los medios de comunicación informaban que un avión se había estrellado contra las torres gemelas, Ahmer repetía en voz alta: “Espero que no sean musulmanes”. Yo no entendía por qué musulmanes tendrían algo que ver con eso.

Salimos entre una multitud caótica de estudiantes aterrorizados y nerviosos. Todos estaban mirando desde Castle Point hacia el centro de Manhattan. Nos quedamos ahí por horas, recibiendo actualizaciones de la radio o de la gente. Seguía pensando para mí: “Espero que la gente pueda salir, espero que la ayuda haya llegado.” También tenía miedo de la posibilidad de otro avión estrellándose contra el rascacielos que estaba al lado de nosotros y que sirve como edificio administrativo.

Tras unas cuantas horas de llantos, gritos, preocupaciones, y temores, las torres se derrumbaron. No fue hasta entonces que la realidad me cayó encima. En ese instante entendí que nadie saldría vivo de ese edificio. No era posible salvarse de eso. Recuerdo haber mirado mi reloj, viendo los segundos pasar a cámara lenta. También recuerdo que mi consciencia me hablaba, recordándome todo lo que había aprendido sobre el Islam, de lo que debe ser el propósito de mi vida, de cómo debo estar viviendo y de la realidad de la vida y la muerte. Pensé en todas las veces que había leído en el Corán sobre la promesa para aquellos que hacen el bien, la recompensa con su Señor por adorarlo únicamente a Él y vivir una vida de acuerdo con Sus reglas y normas, y también la promesa para aquellos que lo desobedecen a Él y a Sus mandamientos. Durante esos segundos, pensé en el Paraíso y en el Infierno, los castigos de la tumba, y cómo mi arrogancia me había prevenido aceptar mi papel como la creación de Dios, sólo para poder festejar, pasar el rato, divertirme, bailar, beber y “vivir la buena vida.”

Recuerdo haber reflexionado sobre aquellos tiempos cuando me dije a mí mismo que el Islam es una bella religión, pero si la acepto será después cuando sea viejo. Sin embargo, durante ese tiempo, mientras la muerte se manifestaba al otro lado del rio, pensé: “¿Y qué pasa si ese día nunca llega?”

La gente en las torres gemelas pensaba que el 11 de septiembre de 2001 era otro día común y corriente para ellos. Probablemente pensaron que iban a ir a almorzar, regresar a sus casas para cenar y reunirse con sus familias, sus hijos, o enamorados. Sin embargo, Dios tuvo otros planes. Ese día sería su último día y no tendrían una oportunidad para discutir o abogar por su caso. Si esa fue su situación, ¿qué debo pensar que será la mía? ¿Por qué debo creer que yo viviré una vida larga? ¿Cómo puedo estar tan seguro que voy a envejecer? ¿Cómo puedo estar tan seguro que voy a aceptar el Islam cuando ya haya “terminado” de divertirme? La respuesta fue: “No, no estoy seguro.” Estos pensamientos corrieron por mi mente en un lapso muy breve. Ahmer me sacó de ese estado de profunda reflexión cuando me toco el hombro para decirme: “Hombre, ya no soporto más, tengo que ir a rezar.” Sin dudarlo ni pensarlo dos veces le dije: “Yo voy contigo.”

Lo seguí a su cuarto y le dije que quería ser musulmán. Sus ojos se llenaron de alegría al oírlo. Me enseñó cómo decir la Shajada, cómo hacer wudú (la ablución), y lo seguí en mi primera oración. Me convertí a musulmán en ese día: el 11 de septiembre de 2001. Fue en ese día que mi vida cambio por completo, y no he dado marcha atrás desde entonces.

Los retos que me esperaban tras mi decisión, los enfrenté con confianza y valentía. Las reacciones violentas debido a los hechos del 9/11 fueron difíciles, pero yo tenía fe en que no importaba qué o quién fuera el responsable, el Islam no tenía nada que ver con esto y que Dios no permitiría que Su religión fuera humillada a pesar de lo mucho que la gente tratara de hacerlo.

Desde ese día en adelante he vivido mi vida como musulmán, aprendiendo cómo adorar a Dios y ser agradecido con Él por las innumerables bendiciones que he recibido en mis años de vida. Desde ese tiempo, he sido bendecido con mi hermano menor y mi madre aceptando el Islam, una esposa maravillosa que se dedica a adorar y a complacer a Dios, y con dos hijos hermosos que nacieron dentro del Islam. Esta década que ha pasado ha sido la cumbre de mi vida, y Dios sabe mejor lo que me espera.


Mientras algunas personas se entristecen por los eventos que ocurrieron el 11 de septiembre de 2001, yo lo veo como el día en que me di cuenta de mi propósito en la vida y tuve el valor para aceptarlo. Lamento mucho las tragedias de ese día, sin duda. Sin embargo, creo que Dios es el Mejor de los Planificadores, y la sabiduría detrás de este evento va más allá del alcance de nuestra comprensión. Una cosa de la que estoy seguro, es que abrió las puertas para que millones de personas aprendieran sobre el Islam, y hasta abrió las puertas para que millones aceptaran el Islam como su forma de vida, incluyéndome a mí. Por eso, siempre estaré agradecido con Dios.

Yo no sé qué nos espera en 20 o 30 años, pero tengo confianza en que voy a continuar pidiéndole a Dios que me guie y me mantenga en este camino sagrado. Estoy seguro de que voy a tratar de enseñarles a mis hijos sobre el Islam y los hechos que ocurrieron, para que crezcan sabiendo la historia de cómo el Islam creció de 20.000 estadounidenses convirtiéndose al año a más de 100.000 estadounidenses aceptando el Islam anualmente. Dios sabe mejor lo que nos espera a todos, lo único que pido es que Dios nos mantenga a mi familia y a mí firmes en este, Su sendero.

Hernán Guadalupe vive en Maryland, Estados Unidos, donde trabaja en desarrollo de bienes raíces y también como jefe instructor de Aqabah Karate.


Traducido del inglés al español por Umm Uthman Wendy
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jueves, 1 de septiembre de 2011

Mi Mamá y Las Pastillas

MI MAMÁ Y LAS PASTILLAS


Por Sherezada Onirica Viajera (Karonlains)




A mi mamá, por no creer en los psicólogos, y a mi papá, por negarse rotundamente a pagarlos.

—Yo no estoy loco, mi madre me ha hecho pruebas.
(Sheldon Cooper)




Crecí en un pueblo de esos que abundan en los andes colombianos, con monte, guerrillas y soldados por todos lados, y en ese pueblo mío había un loco. Nunca necesitamos un psicólogo ni un neurólogo para que lo determinara, era el típico loco de pueblo, y este loco era mi primo.

Había una razón por la que al loco no le hacía nada la guerrilla, a pesar que deliraba acerca de verdaderas revoluciones y pronunciaba con reverencia a un tal “Che”. También había una razón por la que el ejército nunca le hacía nada a pesar que escupía cuando los veía pasar y hablaba de masacres y acciones siempre veladas. Tanta indulgencia la causaba la misma razón por la que estaba loco: había leído muchos libros.

Entonces, el loco de mi pueblo ayudaba a los niños a hacer sus tareas: a falta de biblioteca, teníamos a mi primo. Así que en esos ires y venires de la vida, los niños terminábamos escuchando locuras que hablaban de mundos fuera del capitalismo, de vidas sin sumisión al dinero y de sueños con alas más grandes que las de los cóndores.

Como estaba loco, no dejaban que los niños se quedaran mucho tiempo a escucharlo, apenas el suficiente para que obtuvieran el valioso conocimiento académico y cumplieran con sus deberes. Lo que no sabían los adultos es que los niños son locos por naturaleza, tienen esa especie de locura que se arraiga en quien aún tiene inocencia. Por eso los niños escuchaban atentos mientras copiaban los mapas o las fechas históricas. Por eso, muchos corrieron antes que la guerrilla los reclutara o se escondieron de las armas del ejército: por el loco de mi pueblo muchos sobrevivieron.

Pero yo no era como los otros niños, tenía un oficio que era la envidia de mis compañeros y el único reproche que se le podía hacer a mi abuelita: le llevaba la comida a mi primo y le hacia los mandados. Nunca supe a ciencia cierta por qué me tocaba a mí y no a mis tías, primos o a mi hermana, pero lo cierto era que mi abuelita me sonreía con malicia y me decía: “Vaya donde el loco, que la necesita.” Tampoco supe cómo, pero nunca se equivocó.

El día que encontramos a mi primo abaleado en su casa, supimos que una norma-no-escrita de la guerra colombiana se había quebrado para siempre. Después de eso, familias enteras tuvieron que salir de sus casas y parcelas para recorrer caminos inciertos más allá de los recuerdos de los abuelos. La mía entre esas.

Llegué a la capital con el sueño del que todo lo vela y la esperanza del que no sabe nada. Mi encuentro con la ciudad fue rudo, aunque se amortiguó por el hecho de que muchos de los nuestros emigraron al mismo lugar, y que donde nos establecimos era un barrio con muchas remembranzas de pueblo: pude seguir jugando y soñando, y aún veía montañas fantásticas alrededor de mi casa.

El problema fue cuando entré al bachillerato. Mi desfile ante psicólogos empezó en séptimo grado cuando una profesora de religión, desesperada por mis continuos cuestionamientos, me mandó a la oficina del coordinador. Él apenas me miró por encima de sus gafas y me redireccionó hacia la orientación. Ahí tuve mi primer test, en el que uno encuentra formas en manchitas de tinta.

Debo aclarar que para alguien que crece en medio de tomas guerrilleras y tiros al aire, cuentos sobre la llorona, la madre monte y el mohán, viendo posesiones diabólicas y la presencia más o menos recurrente de diferentes tipos de brujas, es apenas normal ver en manchitas de tinta sangre, murciélagos, balas, montañas, personas, jefes guerrilleros, montoncitos de sal, tijeras abiertas y limones partidos en cuatro. Lo siguiente que supe respecto del test, fue que mi mamá estaba sentada frente a la orientadora que le hablaba visiblemente preocupada por mi salud mental, mientras ella asentía con gravedad a cada afirmación. A la salida, con la tarjeta de un psicólogo reconocidísimo en la mano, mi madre se me acercó y en un susurro me confesó: “Esa vieja está loca.” (Aprovecho este artículo para ratificar mi eterno amor filial).

Mi mamá se negó a hacerme más pruebas o dar su aprobación para que el colegio hiciera un tratamiento “adecuado” a mi situación. Trascurrieron los días entre una que otra ocurrencia, y leyendo, siempre leyendo.

Al año siguiente me fui a clases en pantalón y terminé nuevamente en la orientación. Esa vez la cosa fue tan grave que mi mamá tuvo que presentarse de inmediato, la psicóloga le dio toda una explicación acerca de las nuevas opciones sexuales y mi madre, tremendamente aburrida, la interrumpió con un gesto de la mano, me miró a los ojos y con su amabilidad a flor de piel me preguntó: “¿Eres marica hija mía? A lo que respondí: “No, sólo estaba haciendo mucho frío para usar falda.” Mi mamá miró a la psicóloga que estaba anonadada por tal expresión de cariño familiar y le dijo: “Ahí lo tiene usted, esta niña está loca como una cabra.” Tras lo cual soltamos una carcajada.  Digamos que no me volvieron a llevar a orientación ni a citar a mi mamá.

Regresé a psicólogos por diferentes razones a lo largo de mi vida y los abandoné a todos por el mismo motivo: drogas psiquiátricas. En este punto es importante diferenciar la psicología de la psiquiatría: La primera tiene un origen remoto y filosófico, se ha encargado de estudiar el alma, el comportamiento humano, sus consecuencias y las reacciones. La psicología moderna, aunque en ocasiones va muy de la mano con la psiquiatría, tiene muchas ramas de estudio y aplicación que difieren tanto entre sí como en las personas que las aplican. La psiquiatría, por su parte, es una invención relativamente moderna, que va de la mano con la medicina o la psicología, y que se caracteriza por el uso de diagnósticos y medicamentos.

La psiquiatría es la gran responsable del uso y concepto de la locura en esta época. La “locura moderna” es una enfermedad que data del siglo XVIII, donde Foucault localiza el inicio de la “normalización”, es decir, del estándar social. Si bien desde siempre ha existido un eje que rige la “normalidad” dentro de las distintas sociedades, también se han permitido espacios anormales donde residen personas que son distintas pero que cumplen funciones vitales. Un ejemplo simple es el chamán: raramente el chamanismo es un oficio heredable. El chamán busca a su discípulo dentro de la tribu con algunas características especiales y lo entrena para su reemplazo. El número de chamanes es limitado y nunca constituyen la mayoría de la población. De esta manera, un chamán es una persona extraña, rara, pero necesaria, y tiene un lugar social.

La “normalización” que establece Foucault obedece a la desaparición de ese espacio social que acepta y necesita de las personas que se salen de la regla, y ello es el inicio de lo que hoy conocemos como “locura.” Si bien han existido ejemplos de locura en épocas anteriores, han sido casos aislados y poco frecuentes. Es hoy, es esta época y esta sociedad, que la locura ataca a todos.

Cuando aparece la “normalización,” supuestamente desaparece la necesidad de personas fuera de los parámetros aceptados, pero entonces hay un nicho social que queda sin nombre ni lugar, y se crea la “locura” como solución: todo aquello que se salga de la norma es clasificado como loco y tratado como tal. Esto parece bueno hasta cierto grado, el problema radica en quienes eligen qué es lo “normal” y en que el concepto se convierta en algo rígido, sin movimiento social.

El estándar social no es nuevo, lo nuevo es que no se mueva. Digamos que el estándar es como la moda, va y vuelve, se le añaden unos churquitos por aquí o unos boleros por allá y siempre está vigente, pero lo importante es que es mutable y sobre todo, adaptable a lo que requiere la sociedad. En el caso de la “normalización,” esta adaptabilidad se pierde y el estándar de lo que es normal en la sociedad queda estancado en unos ítems específicos, que si bien son amplios, no son alterables. Es como si los pantalones bota campana se hubieran puesto de moda en los setenta y algún mandatario hubiera decretado que era lo único que se podía vestir: Entonces, se puede ampliar o reducir la bota, subir o bajar el talle, cambiar los colores o materiales, pero sólo se podrían usar esos pantalones botacampana; las pantalonetas, faldas, vestidos y otros tipos de pantalones estarían fuera de la ley, y no sólo serían mal vistos sino también prohibidos.

De esta manera, un estándar social creado hace ya dos siglos todavía sigue aplicándose hoy en día, con mayores o menores desviaciones y con diferentes nombres, por supuesto. Así se diagnostica la locura dentro de la psiquiatría: un estándar de normalidad, creado socialmente y estancado, marca el comportamiento correcto de las personas. Cuando alguien se sale del estándar está loco. Simple.

El asunto no fue siempre así. No cualquiera era loco, sino que al principio de la psiquiatría sólo se trataban como locos los casos extremos, personas que decididamente estaban fuera de los comportamientos sociales regulares, los que hoy conocemos como autistas, sociópatas, esquizofrénicos, pirómanos, etc. Pero siempre en momentos extremos y de gran complejidad. Estos diagnósticos iniciales no eran fijos ni ordenados, sólo se decía que eran locos, unos más que otros. Además, no tenían una regla común, cada psiquiatra definía el diagnostico.

En esos primeros días los tratamientos eran un asunto bastante debatible, aún hoy se tienen muchos problemas con la forma como se tratan los “locos” . Al principio, la creencia de que si se torturaba el cuerpo se salvaba el espíritu (heredada de la filosofía de la Santa Inquisición) llevó a que los tratamientos fueran extenuantes y tortuosos. La norma se basaba en obligar a “regresar” a la normalidad al paciente, esto se hacía mediante torturas físicas y mentales, hechas como pruebas en tiempo real para saber qué sucedía, pues no se tenían resultados concretos. Se ataba, mutilaba, inyectaba, drogaba, asustaba y otras cosas más, mientras los doctores observaban qué sucedía y cómo se reaccionaba.

En los hospitales psiquiátricos se vendían entradas para poder ver los tratamientos como si fueran espectáculos de sadismo. En Inglaterra, la alta sociedad asistía de manera recurrente a los tratamientos, tanto que los hospitales reportaban más ganancias por este rubro que por el ingreso de pacientes. Algunos tratamientos funcionaban, pero de manera personal: Lo que curaba a uno probablemente no curaba a otro y así sucesivamente, lo que ocasionó que la gente empezara a perder la confianza en los métodos psiquiátricos, y sobre todo, que dejaran de pagar.

Además la psiquiatría no era reconocida como una ciencia, y la suma de sus métodos sin resultados, los diagnósticos poco confiables y el rápido enriquecimiento de quienes la practicaban, empezó a minar su posición. A mediados del siglo XIX la psiquiatría entró en una recesión bastante fuerte que parecía marcar el inicio de su desaparición. Para rescatarse, empezó a anudarse con la medicina y esa unión provocó que se empezaran a crear “métodos científicos” en los tratamientos y a generar premisas de la “locura.”

El diagnostico tuvo que olvidar su rango puramente intuitivo para admitir métodos más claros, y para lograr esto una de las primeras tareas de los psiquiatras fue definir cuáles eran los motivos para volverse “loco.” He aquí una de las grandes vergüenzas de la psiquiatría: aún no lo saben a ciencia cierta.

La segunda tarea fue definir en qué lugar reside la “locura.” El concepto de “mente” fue ampliamente aceptado, principalmente por dos razones: no se sabe qué es ni dónde queda. Aunque actualmente se suele ubicar la mente en relación al cerebro, antes se hablaba de la mente tal como del alma, desde un aspecto teórico, metafísico y filosófico. De esta manera, al aceptar la mente como residencia de la locura podían basarse en múltiples teorías, aun contradictorias, pero todas aceptadas.

No todos aceptaron la idea de la mente y algunos doctores, siguiendo una línea del alma y teorías más cercanas a la psicología, empezaron a anudar la locura con hechos fisiológicos y enfermedades físicas, lo cual creó toda una línea de investigación que se deriva hoy en estudios del cerebro y en la aceptación de enfermedades como el alzhéimer, la demencia senil, el autismo, entre otras.

Por otro lado, se creó una rama dedicada a relacionar la mente con el comportamiento, radicar todas nuestras acciones en un solo sitio del cuerpo y culpar a este de las consecuencias. Se crearon tendencias de enfermedades mentales “nuevas” como las de “locura temporal,” “ataques” precipitados como ataques de ira, sicóticos, de celos, etc. La teoría de enfermedades mentales temporales sumada a la idea que la mente era responsable de ciertas actitudes, creó un efecto en el cual era posible asumir un problema mental como el “culpable” de las acciones cotidianas.

La tercera tarea de la psiquiatría para lograr su estatus científico fue modificar sus tratamientos obsoletos y poco efectivos. A raíz de mucha experimentación, tanto humana como animal, se encausaron los procedimientos para hacerlos mas efectivos y agradables a la vista. Ya no se tortura a los pacientes sino que se encauzan hacia la normalidad desde la aceptación del propio conflicto. De aquí surge el famoso tipo de tratamiento de los doce pasos, donde el primero es aceptar que tienes un problema y hay que trabajar en ello. Entonces ya no se tortura como antes, o por lo menos, ahora los parientes firman un permiso.

Entonces, la enfermedad surge de la “mente,” un lugar mágico y misterioso en medio del entorno corpóreo, y luego se determina de una manera profesional un diagnóstico de “locura” centrado en el hecho de que el paciente se sale del “estándar social,” y por ultimo tenemos unos tratamientos probados por el método científico: un mismo tratamiento genera unos mismos resultados en diferentes individuos.

Hasta aquí, la psiquiatría del siglo XXI parece mucho mejor que la del XVIII, pero hay dos puntos débiles: qué “locura” se diagnostica y cómo lograr tratamientos efectivos. Para el primero, los psiquiatras tuvieron una buena ayuda de la literatura: todas las manías fueron descritas en la literatura de los libertinos y con ellas bautizaron muchas enfermedades. La esquizofrenia, si bien fue un término que uso el doctor Benedict Moreal a mediados del siglo XIX, ya estaba referenciada en varios poemas de la famosa Safo. Se ha creado una lista un poco asombrosa de enfermedades, en especial manías y síndromes mentales, que habla muy bien del nivel de lectura de los padres de psiquiatría.

Por otro lado los tratamientos efectivos se lograron tan sólo hasta mediados del siglo XX ¿Por qué? La respuesta es muy simple: esa fue la época en que la industria farmacéutica empezó a generar más medicamentos de los que la gente necesitaba, y además fue cuando se contó con el desarrollo industrial y teórico necesario para experimentar con muchos de los activos principales de las drogas psiquiátricas.

De esta manera la “locura,” que era especifica y de muy pocos, se convirtió en algo a lo que todos podemos ser propensos y que nos afecta, tal como un virus. Esta es la puerta que le dio paso a lo que hoy en día se conoce como el “marketing de la locura,” que es precisamente el tema del próximo artículo.

Creo que de alguna manera heredé el título de la loca de la familia y ahora, gracias a la tecnología, no necesitan venir a visitarme: En cambio, me llaman a las diez de la noche un día cualquiera a preguntarme sobre conquistadores, a las seis de la tarde del domingo para que ayude a hacer un listado de tipos de adjetivos y sustantivos, y una vez hasta logré explicar, vía teléfono celular, cómo balancear ecuaciones químicas. Lo interesante es que en mi familia la locura mercantilista no existe, todo se arregla con una visita a mi abuelita, una empanada y un chocolate… y si no se arregla, por lo menos se disfruta.
 
Pero no teman, no soy una loca peligrosa. :)





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