martes, 22 de enero de 2008

Elena y Las Delicias

ELENA Y LAS DELICIAS

Por Said Abdunur Pedraza


Dedicado a las víctimas del régimen Ceauşescu


Elena no piensa en el fin. Esa palabrita está asociada con otra clase de gente, gleba, que encuentra el fin a cada paso. Fin de la comida, fin del trabajo, fin de la salud, y el fin por fin. Con ella no tiene nada que ver. Y menos ahora, que se mira en el espejo de su baño en Palacio. Elena incólume, incuestionable. Comienza a desvestirse con parsimonia, indivisible. Su cuerpo se va reflejando íntegro, inalcanzable, incorruptible, impenetrable.

—Puta —, le dice al reflejo amañado que le muestra el espejo. —Qué gorda estás.

Y no, no es que Elena haya sido alguna vez una sílfide, ni que jamás haya anhelado la forma y los recorridos de las modelos de pasarela. Es que hay límites, y su cintura los había rebasado todos. Aún así, Elena no pensó en el fin. Todo se reducía, según sus cálculos exactos, a una curvatura exagerada en el universo, un pliegue en las energías cósmicas, una desproporción en las balanzas espirituales celestes. Había frutas podridas en la canasta, su canasta, que le enturbiaban el aura y amenazaban con infestar sus poros de sucio moho.

Unas cuantas frutas podridas, no más. Eso nada tiene que ver con el fin. Era cuestión de hacer una limpieza, tirar las malas frutas, un procedimiento sencillo. Sin embargo, Elena, aunque indestronable, no tenía los brazos lo suficientemente largos para poner a funcionar las maquinarias necesarias. Necesitaba una extensión de su ser, y para eso estaba casada con el Mago de las Transmutaciones. Elena, la intocable.

Su esposo, en efecto, había hecho su primer gran acto de transmutación cuando era muy joven. El objeto que transmutó, fue su propio destino. ¡Ah! ¿Cuántos ilusionistas famosos se atreverían a asumir semejante reto? No nos digamos mentiras, se necesitan güevas; aunque quizás, también, hay que tenerlas demasiado grandes. El secreto estará, de seguro, en lograr el equilibrio entre ambas cosas.

Elena frente al espejo se ve reluciente en su canastilla personal de oro, acompañada por jugosos melones de agua y exquisitas peras maduras. Y ahí están, las manzanas pútridas jodiendo el regocijo de los demás. Así que se pone la pijama y espera a su marido en la cama, para morderle suavemente la oreja, al estilo de los años cincuenta, cuando lo conoció. El mordisco va acompañado de un susurro: “Tocará quebrar a unos cuantos de esos hijueputicas, pa’ que dejen la joda.”

Y es que, aunque Elena nunca hablaba de la postadolescencia de su marido, no olvidaba que él había pasado hábilmente de ser un raponero de poca monta y un perfecto güevón, a ser la mascota favorita de los gobiernos que deberían ser, si las cosas tuvieran un norte y un oeste, los más acérrimos enemigos de su régimen.

—Papi, hay que sacar las frutas podridas —, insiste Elena por segunda noche, inquebrantable, segura de que su Nicolai todo lo puede.

No importaba que su marido hubiera sido un ladrón de tan poca monta, que se hubiera robado un pinche maletín relleno no de billetes, sino de coloridos papeles del Partido Comunista. No importaba tampoco que hubiera sido un güevón de tal magnitud, que se hubiera dejado atrapar con esa belleza de paquete en sus manos. Lo que importaba era que al salir de la cárcel, ya se había hecho miembro oficial del Partido, y de ahí a la dictadura totalitaria apenas hubo un paso. Veinte, treinta años, en fin, un paso.

A Elena, por supuesto, no podían endilgársele los cien cadáveres que nunca aparecieron, que nunca estuvieron vivos, que no fueron parte de ninguna estadística. Elena, inmaculada, sólo había tenido un par de inocentes charlas maritales con su Nicolai. Los cien cadáveres del segundo año, de los que no se habló ni hubo registro alguno, tampoco se le podían achacar a los kilos de más que exhibía Elena en su bikini verde limón a orillas del Mediterráneo, inolvidable. Elena sólo se miraba al espejo y suspiraba en el oído correcto:

—No hay equilibrio en el mundo, hay que balancear las cosas.

Y los cadáveres no aparecían, no había muertos en los libros oficiales, sólo había fiestas en Palacio, conmemoraciones de los triunfos de Vladimir III de Valaquia, y dulces gemidos nocturnos de Elena frente al espejo, haciéndose apliques bioenergéticos, aromáticos, purpúreos, mientras alcanzaba pequeños simulacros de orgasmos. “Ya casi lo logras, papi, la balanza se va equilibrando, eres el Paladín de la Equidad”. Así que no había riesgo de que Elena pensara en el fin.

El lector sabe, por supuesto, que la dicha dura poco, y que la malquerencia en el mundo crece al mismo ritmo desaforado de la población humana. En efecto, las frutas podridas se reproducían cada vez más rápido, la infección se esparcía con el mismo tono alegre con que se quema la pólvora, obligando a Elena a tomar decisiones radicales. No podía perderse el trabajo noble de tantos años. Se requería una acción definitiva.

Elena, inamovible, se desvistió de nuevo frente al espejo, e hizo una leve mueca. “Maldita ballena”, le dijo al reflejo que le inventaba el espejo, indolente. Pero no pensó en el fin.

—Papi, esos perros nos están cagando la cara. Que no quieren que nuestra familia maneje todos los ministerios e instituciones. Que les parece horrible que la policía mantenga el orden y se tome en serio la paz del país. Que les escandalizan las fiestas de Palacio. Todo les aburre. Si se deprimen tanto, ¿por qué no se suicidan? Habrá que suicidarlos.

Elena no piensa en el fin. Aún ahora, detenida por las fuerzas militares que derrocaron a su Nicolai, se mira al espejo, imprescindible. Aunque quizás en el fondo, admite que se les fue la mano. Es que claro, los países de occidente se hacían los de la vista gorda con los cien muñecos anuales que no salían a relucir, que no flotaban escandalosamente en los ríos ni en las cloacas. La situación era manejable, y el régimen colaboraba, colaboraba mucho. Todo iba bien. Pero cinco mil en un día… Se habían pasado.

Quizás en el último instante pensó por fin en el fin. O quizás un poco antes, cuando le anunciaron que le iban a atravesar el cráneo con una pepa de plomo. O quizás no. Quizás aún frente al pelotón de fusilamiento, miró a Nicolai a su lado, y esperó que ejecutara una de sus transmutaciones. Y sí, los dos se transmutaron. Elena insalvable y Nicolai insostenible, se convirtieron en cadáveres que sí aparecieron, que sí fueron registrados, y cuyas fotos vio el mundo entero.

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