domingo, 10 de junio de 2007

Hematófagos en la Poesía

HEMATÓFAGOS EN LA POESÍA

Por Said Abdunur Pedraza


En 1816, en Villa Diodati, se dio la célebre reunión en la que se gestaron “Frankenstein o el Prometeo Moderno”, de Mary Shelley, considerado por algunos como el precursor del cyberpunk, y “El Vampiro”, de William Polidori, el primer relato de vampiros de la literatura occidental. El personaje central de El Vampiro se convertiría en antecedente primigenio del conde Drácula, que aparecería 81 años después en la obra de Stoker. Sin embargo, antes de este primer relato, fue publicado un buen número de poemas vampíricos que sirvieron de inspiración y precedente de todas las historias de vampiros hasta nuestros días.

Los Inicios

La tradición filosófica que iniciara Descartes en el siglo XVII, conocida como Racionalismo, llevó de forma paradójica a que en el siglo XVIII los seres y hechos sobrenaturales recibieran trato literario, con lo que surgió la novela gótica. Vino luego el impacto del romanticismo, que dominó la literatura europea entre los siglos XVIII y XIX, y acentuó el rechazo hacia la Ilustración y el Neoclasicismo, lo que redundó en el enriquecimiento de las historias de horror con la mentalidad y la postura propias de los románticos: culto al individuo, defensa de la libertad de creación y de expresión, insurrección contra la autoridad política, exaltación de los sentimientos, y por supuesto, tendencias al frenesí, la melancolía y el hastío del mundo. Los tratadistas del Renacentismo habían calificado como gótico (de la palabra godo, en relación a los pueblos germánicos que lucharon contra Roma durante casi un siglo) a todo el arte y la arquitectura de la Europa medieval. Así como para Roma lo godo se refería a todo lo bárbaro y atrasado, para los racionalistas lo gótico era inferior, despreciable. Esta postura fue cuestionada con severidad por aquellos que entendían que jamás habría existido Renacimiento sin todo el desarrollo anterior europeo, que además tenía (y tiene) una profunda deuda con el mundo islámico, pues como dijo el gran orientalista Gustave Lebon: "Del triple punto de vista material, intelectual y moral, son los arabo-musulmanes que han civilizado Europa". Los románticos buscaron las raíces de cada pueblo en su historia, en su literatura, en su cultura. A esto se debió la revitalización de los antiguos poemas épicos y de las leyendas y tradiciones tanto locales como orientales. Y el mito del vampiro, importado de las tradiciones de Hungría, Polonia, Moravia, Silesia y Serbia, nutrió la imaginación de los románticos pues encajó a la perfección en sus atmósferas oscuras y melancólicas, en su rechazo a los héroes universales que fueron sustituidos por figuras más complejas que celebraban al hombre corriente, y en su rescate de la poesía popular y los romances medievales. Además, el vampiro fue la figura ideal para representar a la aristocracia decadente que sobrevivía a expensas de desangrar al pueblo, para caricaturizar su sociedad, y para burlarse del cientificismo y el racionalismo.

Los vampiros y la poesía

Uno de los primeros escritores europeos que aluden al vampiro es Heinrich Ossenfelder, que publicó en 1748 un poema corto llamado “El vampiro”. Trata de un hombre que es rechazado por una dama religiosa de la que está enamorado, y que decide imponerle su sadismo como mejor y más poderoso que las enseñanzas maternas.

Mi estimada doncella recatada
seguidora firme e inflexible
de las enseñanzas que tiempo atrás
le inculcara su piadosa madre;
así como el vampiro inmortal
que siguiendo a la gente frente al portal de Theyse
se inclina como un verdadero creyente.
Ahora, refugiada sólo en su cristianismo
Usted desea que yo no la ame en absoluto;
quiero vengarme de Usted
por mi amor despreciado
y consumar la bebida
en un brindis por el vampiro.

Y al inclinarse con suavidad
de sus hermosas mejillas
el púrpura fresco libaré.
Temblará cuando la bese
será el beso del vampiro
y cruzará el umbral de la muerte entre mis brazos yertos.
Entonces le preguntaré
si mi instrucción ha resultado mejor
que la de su buena madre.

Un cuarto de siglo después, en 1773, Gottfried Bürger publicó su poema “Lenore”, una de las obras que más influenció el movimiento romántico. Una joven desesperada reniega de la Providencia por no tener noticias de su novio, que prometió desposarla al regresar de la guerra ya finalizada.

[…] Su madre la acariciaba con ternura,
con suaves palabras de aliento:
“Hija mía, que Dios te contemple
y te tranquilice, niña mía.”
“¡Oh, madre, madre! ¡Lo que se fue, se fue!
No comprendo cómo el mundo sigue rodando:
¿Qué piedad tiene Dios conmigo?
¡Pena, pena y aflicción, para mi pesado corazón!

“¡Cielos, ayúdenla!
¡Niña, reza un Ave María!
Grandes y sabios son los actos de Dios;
Él te ama y se compadece de ti.”
“¡Fuera, madre, fuera con esas mentiras!
¿Acaso Él ve mi desesperación, o escucha mi llanto?
¿Qué importa ahora esperar o rezar? […]

Esa misma noche llega el novio a su puerta y la lleva en furiosa cabalgata para desposarla. Intrigada por la prisa, le pregunta si acaso teme que los muertos, que viajan veloces, les den alcance. Él le pide que deje a los muertos descansar en paz. Llegan al fin, se trata de un cementerio, y su amado se transforma en un esqueleto que carga una guadaña y un reloj de arena. El vampiro creado por Polidori obedece a esta misma tradición que dice que un vampiro es una persona que ha sido maldita por sus crímenes, por haber cometido suicidio, o por haber renegado de Dios. Es la misma figura vampírica utilizada por Bram Stoker en su novela Drácula y por muchos otros autores en sus textos. Stoker hizo homenaje a la obra de Bürger en su relato “El Huésped de Drácula” de 1896, donde puso la frase “veloces viajan los muertos” en la lápida de la tumba de la condesa Dolingen de Gratz. Y quizá el propio Bürger hacía homenaje a Kaspar Stieler, autor del poema “Que los Muertos Descansen en Paz”, de inicios del siglo XVIII, en el que Filidor, a su muerte, promete a la niña Florilis que su fantasma regresará para atormentarla a menos que se corrija a tiempo.

[…] Mas orgullosa niña,
no imagines que te dejaré ir así.
Un rostro espectral,
parecido al mío, te atormentará;
te perseguirá mi fantasma e irá a la cama contigo.
Un opresivo sueño
te despertará frecuentemente.
Con dificultad creerás cómo entonces puedo asustarte:
Haré miserable tu vida con lamentos y golpes […]

Pero es en 1797 cuando el tema del vampiro es llevado a las más elevadas cimas poéticas, de la mano de Goethe, el mayor poeta alemán de la historia y profundo admirador y estudioso del Islam (el Diván, libro de poesía abiertamente islámico con referencias al Corán y la Sunna del profeta Mujámmad -ByP-, influenció a compositores como Schubert, Strauss y Schumman, que musicalizaron algunos de estos poemas. Más al respecto en Goethe y el Islam). La Novia de Corinto es un magnífico poema en el que se reúne la fuerza, la belleza y la dura crítica a la sociedad que serían características de los grandes relatos vampíricos. Una muchacha enamorada vuelve de la tumba para encontrarse con el hombre al que se había prometido, y al que no pudo entregarse en vida pues su madre la había forzado a hacerse monja.

[…] —¡Quieto, que el gallo cantó!
—¡Pero mañana a la noche!...
—¡Vendré, no tengas temor!

No puede ya la vieja contenerse;
la harto sabida cerradura abre.
—¿Quién es la zorra —grita— en esta casa
que al extranjero así se atreve a darse?
¡Fuera de aquí, en seguida!
Mas, ¡oh, cielos!, al punto reconoce
al fulgor de la lámpara a su hija.

De encubrir trata el frustrado joven
a su adorada con su propio velo,
o con aquel tapiz que a mano halla;
pero ella misma saca, altiva, el cuerpo.
Y con psíquica fuerza,
con un valor que asombra,
larga y lenta en el lecho se incorpora.

—¡Oh, madre! ¡Madre! —exclama—, ¿de este modo
esta noche tan bella me amargáis?
De este mi tibio nido, mi refugio
sin pizca de piedad ¿a echarme vais?
¿Os parece poco llevarme al sepulcro
al lograr apenas la flor de mis años?

Mas del sepulcro mal cerrado un íntimo
impulso liberóme; que los cantos
y preces de los curas, que acatáis,
para allí retenerme fueron vanos.
Contra la juventud, ¡agua bendita
de nada sirve, madre!
¡No enfría la tierra un cuerpo en que amor arde!

Mi prometido fuera ya este joven
cuando aún de Venus los alegres templos
erguíanse victoriosos. ¡La palabra
rompisteis por un voto absurdo, tétrico!
Mas los dioses no escuchan
cuando frustrar la vida de su hija
una madre cruel y loca jura.

Por vindicar la dicha arrebatada
la tumba abandoné, de hallar ansiosa
a ese novio perdido y la caliente
sangre del corazón sorberle toda […]

Siguiendo una tradición según la cual el vampiro es un espíritu que se apropia de un cuerpo y secuestra su alma para hacer de las suyas, y sólo con la muerte del vampiro es liberada el alma de la persona que poseía originalmente dicho cuerpo, Robert Southey publicó en 1799 su poema “Thalaba, El Destructor”. Thalaba y su suegro Moath visitan la tumba de su esposa e hija Oneiza, que se levanta del sepulcro. Thalaba, hechizado por el espectro, no atina a actuar en su contra, y es Moath quien atraviesa el cadáver con una jabalina. Entonces, muere el vampiro, y el alma de Oneiza, tras un destello azul, logra descansar por fin.

[…] “¡Ahora, ahora!”, gritó Thalaba;
y sobre la cripta de la tumba
se esparció un pálido resplandor,
como los reflejos de áureo fuego;
y en esta espantosa luz
Oneiza apareció ante ellos. Era ella…
Sus mismas facciones, alteradas por la muerte,
lívidas mejillas, azulados labios;
pero en sus ojos aparecía un brillo más terrible
que toda la horridez de la muerte.
“¿Vives aún, infeliz?”,
preguntó con apagada voz a Thalaba;
“¿y debo abandonar cada noche mi tumba
para decirte, en vano,
que Dios te ha abandonado?”
“¡No es ella! —exclamó el anciano—,
¡es un espectro, nada más que un espectro!” […]

En 1810, un grupo de burgueses criollos de la Nueva Granada, alentados a conseguir para sí el poder siguiendo las ideas liberal-burguesas de la Revolución Francesa, y organizados por Francisco José de Caldas y Camilo Torres, utilizaron el florero de Llorente como excusa para encender el polvorín de la rebelión "independentista" en la plaza central de Santafé de Bogotá. Ese mismo año se publicó en Londres el poema “El Vampiro” de John Stagg. Allí, Herman es interrogado por su esposa sobre su palidez, y él le cuenta que su amigo, muerto recientemente, lo visita cada noche y se alimenta de su sangre. La muerte es inevitable, y el esposo angustiado advierte que una vez haya bajado a la tumba, se alimentará de su amada. Para evitarlo, le suplica que en cuanto muera le atraviese el cuerpo con una jabalina. Una vez muerto, su esposa advierte a los habitantes del pueblo, desentierran al amigo encontrando su cuerpo incorrupto, y unen los cuerpos de ambos para atravesarlos con una larga estaca.

[…] El joven Segismundo, mi una vez querido amigo
pero ahora mi vil perseguidor
extiende su malevolencia
incluso para torturar mi alma.

Por la noche, cuando, envueltos en profundo sueño
todos los mortales compartimos un suave reposo,
mi alma mantiene espantosas vigilancias
más intensas de lo que el infierno apenas sabe.

Desde la tenebrosa mansión de la tumba
desde las profundas regiones de los muertos
el fantasma de Segismundo vaga
y me persigue horriblemente en mi cama.

Allí, vestido de forma infernal,
(de manera que yo no entiendo)
el duende yace cerca de mí
y bebe mi sangre vital […]

La figura del vampiro en la literatura romántica se consolidó por completo en 1813, cuando Lord Byron publicó el poema épico “El Giaour, Fragmento de un Cuento Turco”. Byron recurrió a una tradición griega que dice que el castigo del vampiro está en que debe alimentarse de sus seres queridos, a quienes no puede dejar de atormentar. También le da al vampiro el estatus de criatura odiada por excelencia: incluso los demonios y los espíritus se alejan de él, que es más abominable que ellos.

[…] tu cadáver de la tumba será arrancado;
luego, lívido, vagarás por el que fuera tu hogar,
y la sangre de todos los tuyos has de chupar;
allí de tu hija, hermana y esposa,
a media noche, la fuente de vida secarás.

Aunque abomines del banquete, debes, forzosamente,
nutrir tu lívido cadáver viviente,
tus víctimas, antes de expirar,
en el demonio a su señor verán;
maldiciéndote, maldiciéndose,
tus flores marchitándose están en el tallo.

Pero una que por tu crimen debe caer,
la más joven entre todas, la más amada,
llamándote padre, te bendecirá:
¡esa palabra envolverá en llamas tu corazón!
Pero concluir debes tu trabajo y observar
en sus mejillas el último color […]

Tres años más tarde, en aquella noche en Villa Diodati, mientras los invitados contaban historias de espantos a la luz de las velas bajo una intensa tormenta, el dueño de casa, Lord Byron, recitó de memoria un poema que Samuel Taylor Coleridge había programado a cuatro cantos, pero que abandonó inconcluso tras escribir dos entre 1797 y 1801. El poema, que se publicó ese mismo año de la famosa reunión, lleva por título el nombre de la protagonista, “Christabel”, una muchacha que decide darse un paseo por los alrededores de su castillo a pesar de que el clima le es adverso, y escucha un quejido que viene del bosque. Llevada por la curiosidad, encuentra a Geraldine, hermosa joven que le relata cómo ha sido violada por cinco soldados y luego abandonada a su suerte. Viéndola harapienta y temblorosa de miedo y de frío, Christabel la invita a dormir con ella. La tendencia lésbica de los personajes, apenas sugerida por el autor, fue duramente criticada en su momento.

[…] su vestido de seda y la ropa interior
cayeron a sus pies y, pleno a la vista,
mirad, su pecho y su costado:
¡una visión para soñar, no para describir!
¡Oh, protéjanla! ¡Protégete dulce Christabel!
Geraldine todavía no habla ni se mueve.
¡Ah! qué impresionante mirada la suya:
desde su profundidad, a medias mira
para quitarle algo de peso con enfermo intento;
y contempla a la doncella y busca tiempo.
Intempestiva entonces, como desafiada,
se repone altiva y orgullosa
y se recuesta al lado de la Doncella.
Y en sus brazos tomó a la joven.

¡Ah, vaya día!

Y en voz baja y con preocupación en su mirada
dijo estas palabras:
—Al tocar este pecho trabaja un conjuro
que señorea en tus palabras, Christabel […]

Geraldine es un vampiro psíquico, que más que alimentarse de la sangre de Christabel, busca perder su alma en la oscuridad de la maldad. Este poema inspiraría más adelante a Le Fanu para su bellísimo relato “Carmilla”, publicado en 1871, en el que la referencia al lesbianismo es mucho más directa que en el poema de Coleridge, y mucho más peligrosa, pues entonces Inglaterra ya vivía la era victoriana. Geraldine es también antecedente directo de Clarimonda, la vampira de “La Muerta Amorosa”, extraordinario relato de Théophile Gautier, publicado en 1836, donde el autor termina de dar a la vampira la forma de la femme fatale por excelencia. Clarimonda está en cierta forma inspirada también en el personaje del poema “La Bella Dama Sin Piedad”, publicado en 1818 por John Keats: Un caballero pálido y solitario cuenta su aventura con una bella dama que tras enamorarlo, lo condujo a su gruta y le arrebató la vida.

[…] En mi manso corcel la senté entonces
y no vi ya otra cosa en todo el día,
pues se inclinaba, entonando
una canción de hadas.

Encontró para mí raíces exquisitas
y miel silvestre y maná de rocío
y en una extraña lengua me dijo muy segura.
“¡De verdad que te quiero!”

A su gruta de elfos me condujo
y allí echóse a llorar y dio un suspiro,
y allí con besos le cerré los ojos
tan salvajes y tristes.

Y allí me durmió ella con sus leves canciones
y allí soñé, ¡qué desventura!
Tuve el último sueño que soñara
en la ladera fría […]

En “Las Flores del Mal”, poemario cuya edición ampliada se publicó en 1861, Charles Baudelaire, el poeta maldito por antonomasia, incluyó dos poemas que tocaban el tema del vampiro, aunque con una visión que ya se alejaba de la literatura vampírica clásica. En “El Vampiro”, Baudelaire retrata la desgracia de un hombre, esclavo de un amor maldito, a tal punto que ni el suicidio puede liberarlo.

[…] He implorado a la espada rápida
la conquista de mi libertad,
y he dicho al veneno pérfido
que socorriera mi cobardía.

¡Ah! El veneno y la espada
me han desdeñado y me han dicho:
“Tú no eres digno de que te arranquen
de tu esclavitud maldita,

¡imbécil! —de su imperio
si nuestros esfuerzos te libraran,
tus besos resucitarían
el cadáver de tu vampiro!”

Y en “La Metamorfosis del Vampiro”, poema censurado y retirado de “Las Flores del Mal” y luego recopilado en “Los Despojos” de 1866, Baudelaire nos muestra a un hombre víctima de una vampiresa letal, que termina convertida en mero esqueleto.

[…] Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
a fin de devolverle un beso, sólo vi
rebosante de pus, un cáliz pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
a mi lado, en lugar del fuerte maniquí
que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
en confusión chocaban fragmentos de esqueleto,
de los cuales se alzaban chirridos […]

El Final

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el romanticismo entró en decadencia y fue cediendo espacio al parnasianismo y el simbolismo en la poesía, y al realismo y el naturalismo en la prosa. En 1897 aparece Drácula, y todo el ideario estético, social y político que había servido de trasfondo a los poemas y relatos de vampiros, desaparece y es reemplazado por valores distintos. Drácula es un reflejo de su tiempo, y de alguna forma definió el camino que tomaría la literatura de la nueva era industrial. Contrario a la tradición romántica que se burló del cientificismo, revitalizando y valorando las leyendas eslavas, Stoker da la victoria al cientificismo representado en Van Helsing, como la única fuerza capaz de oponerse a la superstición representada en el conde Drácula. Stoker retorna a la visión racionalista, en la que la ciencia puede dominar con la fuerza de la razón al monstruo sobrenatural, y en la que la melancolía y las sensaciones extáticas que se apoderan de Mina Harker al ser liberado su espíritu juvenil y sensual gracias al influjo del vampiro, son dominadas por el pudoroso y estirado victorianismo representado por Jonathan Harker, que la devuelve a la cárcel de la vida hogareña inglesa al derrotar al conde y retornarla a su condición de esposa sumisa y silenciosa, virtuosa y recatada, reprimida y discreta. De esta forma, Drácula es la novela que sirve de lápida al movimiento romántico en la literatura inglesa, y a las historias clásicas de vampiros.

La uruguaya Delmira Agustini, poetisa que destacó dentro del modernismo, publicó a comienzos del siglo XX el poema “El Vampiro”, en el que los elementos mitológicos de la poesía de vampiros son reemplazados por una visión más íntima y cotidiana. Había muerto la poesía vampírica clásica y la imagen del vampiro comenzaba a transitar nuevos caminos.

[…] Y exprimí más, traidora, dulcemente
tu corazón herido mortalmente;
por la cruel daga rara y exquisita
de un mal sin nombre, ¡Hasta sangrarlo en llanto!
y las mil bocas de mi sed maldita
tendí a esa fuente abierta en tu quebranto […]

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