miércoles, 13 de octubre de 2010

El mayor genocidio de la historia

El mayor genocidio de la historia

(Reflexiones sobre el 12 de Octubre)

Por: Miguel Manzanera

Hace un par de años, un amigo del que me honro, Esteban Mira Caballos, publicó un libro excelente, Conquista y destrucción de las Indias, en el que intentaba averiguar la veracidad de Bartolomé de las Casas en su narración sobre la invasión española y portuguesa de América, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Esteban es historiador de la Universidad de Sevilla, especializado en el tema de América, y su libro ha levantado ampollas entre profesores y catedráticos de la universidad, sus compañeros de estudios de ideología conservadora. Pero ha sido alabada por Josep Fontana, catedrático de la Universidad de Barcelona y uno de los historiadores más prestigiosos de nuestro país. La integridad intelectual de Esteban está fuera de sospecha: para preservar su libertad de pensamiento, prefiere ser profesor de secundaria y escribir lo que cree verdadero sin depender de nadie. Gracias a ese talante independiente podemos disfrutar de sus aportes innovadores sobre la historia de España.

En ese estudio demostraba que la descripción lascasiana del genocidio americano no tiene un ápice de exageración. Se cometieron barbaries increíbles, crímenes incontables, asesinatos, violaciones y torturas por miles de miles, un reinado del terror para someter a la población indígena del Nuevo Continente recién descubierto. De las Casas habla de millones de muertos, pueblos enteros pacíficos y hospitalarios fueron pasados a cuchillo en el continente, archipiélagos del Caribe fueron devastados y quedaron desiertos de seres humanos tras la invasión española, guerras desiguales en las que unos pueblos desnudos y con flechas rudimentarias se enfrentaban a hombres acorazados y armados con armas de acero y fuego. También nos habla de los asesinatos de niños y mujeres embarazadas, de las miles de personas quemadas en la hoguera o empaladas en estacas, de los castigos corporales y el trabajo excesivo, etc. Esteban Mira ha investigado en los diferentes Archivos de Indias, que contienen los documentos de la conquista, para comprobar que todo lo que cuenta De las Casas es verídico, no pertenece a la fabulación del teólogo dominico, sino a los hechos históricos.

Hoy se calcula que el 90% de la población americana desapareció en ese choque de civilizaciones: 70 millones de muertos. Es cierto que las epidemias causaron una buena parte de la mortandad, pero también es cierto que la reducción de los pobladores originarios del continente americano a la esclavitud, mediante la práctica de la encomienda, debilitó espiritual y corporalmente a los aborígenes con castigos y penalidades, imponiéndoles el trabajo hasta la extenuación. También es cierto que hubo una legislación protectora de los indios, pero sin efecto ni aplicación, fue puro papel mojado para salvar la cara de la monarquía española. La conquista de un territorio tan vasto como el continente americano fue un prolongado acto terrorista en el que una jauría de lobos entró a saco en un rebaño de corderos.

Un argumento que se ha dicho para justificar ese horror es que cualquiera habría hecho lo mismo, incluyendo en ese cualquiera a las propias víctimas. No se puede ignorar el grado de incapacidad moral y la falta de penetración psíquica que contiene esa falacia. En primer lugar, equipara las víctimas a los criminales, todos son lo mismo: si la víctima pudiera se convertiría en verdugo. Pero el hecho es que esas víctimas padecieron los crímenes contra la humanidad, no fueron ellos quienes los cometieron, y los verdugos atentaron contra los derechos de los indígenas sin merecer el más mínimo paliativo. No se puede comparar lo uno y lo otro. Y en su mayor parte la población americana —aún la que estaba sometida a los imperios azteca, inca y maya—, vivía en paz antes de la conquista. De las Casas describe a los indios como pueblos pacíficos y tranquilos, asaltados por criminales sin escrúpulos.

En segundo lugar, la falsedad de ese argumento no reside sólo en su descalificación de la especie humana en general, sino que indica una peligrosa identificación con los verdugos. Hay que decirlo bien alto y claro: los españoles han sido peores que otros pueblos —y posiblemente lo siguen siendo. El que se identifique con lo español, con el Estado y la Iglesia de España, es sospechoso de intenciones genocidas. Pues la historia se ha repetido muchas veces, comenzando por la conquista y destrucción de al-Ándalus por los reinos cristianos de la península, siguiendo por la conquista de América, continuando con las guerras de religión en Europa, con la criminal guerra de Cuba y también, ya en el siglo XX, con el genocidio de la guerra del Rif contra la República revolucionaria fundada por Abd-el-Krim. La culminación de esa historia de crímenes fue la guerra civil, un nuevo genocidio contra los pueblos de la Península Ibérica.

Se ha repetido hasta la saciedad también que el objetivo de la conquista fue la conversión de las masas americanas al cristianismo, la redención de las culturas indias que todavía se encontraban en el paganismo. Se ha hablado de los hechos heroicos que se realizaron en pos de esa grandiosa hazaña por la fe católica. Toda esa épica se puede desmontar en pocas palabras, cuando se conoce la verdad de la historia: los conquistadores no fueron héroes, sino asesinos. Y su objetivo no era la salvación de los indios, sino la búsqueda de oro y plata para enriquecerse y labrarse un futuro de prosperidad al regresar a su patria. Esas riquezas eran robadas a los indígenas americanos, después de matarlos. La mayor parte de los metales preciosos adquiridos era destinado vía impuestos a engrosar las arcas del Imperio, exhaustas por las continuas contiendas entre los Estados europeos. La monarquía española permitió todas las atrocidades porque necesitaba oro y plata para financiar sus guerras en Europa contra los herejes protestantes, buscando su sometimiento a la fe católica. Además recuérdese que los indios tuvieron que trabajar como esclavos en las minas, tras el descubrimiento en Potosí de una fabulosa montaña, llena toda de minerales preciosos y que hoy en día, después de 500 años, todavía está en explotación.

Buena parte de ese oro fue derrochado por los españoles. No sólo para la financiación de las guerras, sino para la importación de mercancías. La llegada masiva de metales preciosos a las economías de los reinos peninsulares —Andalucía, Castilla, Valencia, Galicia, Cataluña, etc.—, provocó una inflación de precios que acabó por hundir la actividad productiva, ya deteriorada tras la derrota del movimiento comunero —de carácter burgués y artesanal—, y la expulsión de moriscos y judíos de la Península Ibérica. De ese modo desapareció una rica y floreciente industria que se había desarrollado en los albores de la Edad Moderna en Iberia. Con la economía hundida, la mayor parte de las mercancías que se consumían en la Península Ibérica provenía del extranjero. Por eso, la mayoría de los tesoros importados desde América acabaron en las arcas europeas. Como dice Quevedo, don Dinero nace en las Indias honrado…, viene a morir en España, y es en Génova enterrado.

La cantidad de oro y plata llegada de América fue utilizada para acuñar moneda en Europa, de modo que el comercio floreció y con éste la industria. Es la etapa mercantilista del primer desarrollo capitalista: mientras el Imperio español dilapidaba sus ganancias fácilmente conquistadas con el robo y el crimen de los pueblos americanos indefensos frente a los codiciosos españoles, los Estados europeos se empeñaban en atesorar metales preciosos para garantizar el comercio y la prosperidad de sus países. Una prueba más de que el Imperio y el capitalismo van siempre juntos. Dicho sea de paso, en eso se equivocó Lenin cuando dijo que el imperialismo es la fase superior del capitalismo. Por el contrario, el imperialismo, la rapiña de materias primas para impulsar el desarrollo económico, es la otra cara del capitalismo desde sus orígenes. Lo que pasa es que aquel capitalismo incipiente estaba naciendo entre los pliegues de la monarquía absoluta, protegido por ella, pero también en guerra contra ella. Dicho sea en honor de los holandeses y su guerra de independencia contra el Imperio de Felipe II.

Lejos de los fastos del Descubrimiento, lo que mañana tenemos que conmemorar no son las hazañas gloriosas de nuestros antepasados, sino los crímenes injustificables de nuestra historia. Un día de meditación y humildad, solicitando el perdón de las víctimas y ofreciéndoles la necesaria reparación.



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